La pluma en vuelo

10 cosas que sé mientras escribo

Este es un ejercicio que hace tiempo encontré en el Blog del Seminario de Literatura Amparán de Coahuila.

  1. Necesito estar sola. Escribir es estar conmigo y no lo comparto. No soporto que alguien atestigüe el momento en el que me enfrento a la palabra.
  2. No escribo en invierno. Mi sensibilidad se repliega y me acurruca en el silencio. No escribo si tengo los pies fríos, la nariz constipada.
  3. Me agrada escribir al lado de las ventanas para voltear y mirar lo que hay. Me gusta mantener un canal de contacto con el mundo, pero ese mundo ajeno que se mueve y existe a pesar mío. Me gusta que haya plantas a lo lejos, que gusta notar los ruidos de afuera, ver los tonos. Recuerdo todas las ventanas que he mirado, puedo describir los detalles; La ventana de mi recámara en la casa de mis padres, afuera la guía de maracuyá o de chayotes, el árbol de limón, la lluvia, las lagartijas, la luz de la madrugada. Escucho los pasos de mi madre bajando las escaleras muy temprano y yo escabulléndome a la cama para que no descubriera mi desvelo. Recuerdo mi nombre en su voz para comprobar si yo estaba despierta y mi silencio porque ya celaba mi tiempo, mi noche y no quería que me arrebatara lo que había hecho: leer y escribir hasta el amanecer. Recuerdo la ventana hacia la avenida del Politécnico, los trajines de los camiones que temprano arrancaban los motores, las charlas lejanas de los conductores, el sonido de las licuadoras o los extractores de jugo. Recuerdo un tronco seco y una hilera de sauces en el estacionamiento. Recuerdo la ventana de San Ricardo con los tinacos y la ropa al viento, recuerdo las paredes de ladrillos desnudos y el tono del cielo pastel, anaranjado, rosa, rojo, grisáceo, liso, húmedo, recuerdo la lluvia. Recuerdo la ventana de mi quinto piso, la vez que más cerca estuve de los tentáculos de dios y recuerdo que después de cinco años, pude escuchar la armonía de la ciudad más salvaje, la más cruel y violenta. Recuerdo cómo sus ruidos entraron a mi poema con el humo de un cigarro y el violín de una canción que no recuerdo cómo se llama.
  4. Miro fotografías que tomé en el pasado. A veces me repliego en lo bella que he sido, me gusta extrañarme. Extrañar a la gente que amé y escribir sobre ello.
  5. No escribo. Hace meses que no escribo y extraño hacerlo. Extraño enfrentarme a la noche y a la palabra. Casi siempre escribo de noche. El día me gusta para leer, para vivir. Me gusta estar con mi hijo y descubrir cómo le nace el lenguaje y las ganas de nombrarlo todo. Amo su voz y sus dudas porque lo voy sintiendo más cercano, incluso más que cuando lo tuve en la panza. Ahora pienso que podemos entendernos y yo lo podré conocer y sé que es bello cuando me dice que lo caliente de la comida se va hacia arriba y me llena de ternura cuando lo llamo y responde “ahorita voy”. No escribo. Hace meses que no escribo. Escucho y vivo, siento. Me consagro al silencio para que los ecos del mundo me llenen, me saturen y entonces estaré lista para volver.
  6. Bebo agua o café y a veces fumo.
  7. Me da hambre. Escribir me agota y me pone hambrienta.
  8. Me gusta compartir lo que escribo. Me gusta decirle a la gente que escribí algo, pero una vez que lo concluí, no antes, no durante, ni mientras lo hago. Me gusta comunicar que gasté tiempo escribiendo. A quién más le leo es a mis hermanos. A mi hermana le leía todo, le leía mucho. No sólo lo mío, poemas de otros. A Lucy le compartía casi todo, todo el tiempo. Cuando mi hermana se levantaba y me encontraba en la cocina le podía leer mientras ella desayunaba y luego me metía a la cama. Ya no puedo. No vivimos juntas y tengo un hijo. Tampoco le comparto a Lucy, a veces le escribo, pero no es igual. No sé qué me responde.
  9. Le he robado tiempo a la escritura. He preferido dormir y creo que me siento molesta conmigo por ello. Debería escribir un verso, una palabra. Algo. A veces me voy a algún café para leer, pero me gana el mundo y al hacer cuentas de cuanto gastaré en una taza, desisto. A veces no me importa y lo hago. Le he robado tiempo a la palabra. debo devolverme a ella. Lo haré.
  10. Volveré a escribir. Como hoy. Volveré a escribir como esta noche, cada noche. Mucho más. Es urgente.
La pluma en vuelo

Escribir sobre los (tus, mis) miedos e inseguridades[1]

 

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Amir Hossein Keihani

Tengo miedo todo el tiempo, a los temblores, a la gripe, a la rabia canina, al frío, al sol. Tengo miedo de que la gente que quiero siga muriendo. Tengo mucho más miedo desde que soy madre, desde que me desdoble en los cuerpos frágiles de estos niños. Tengo miedo de que despierten sin que yo haya logrado terminar esto. Me asusta estar lejos de Lucy, tengo miedo de que la violen, la golpeen, la masacren. Tengo miedo de que no salga libre. Me da miedo no tener una casa. Llegar a ser viejita y seguir viviendo en un lugar tan feo como este. Me da miedo tomar fotografías y que se burlen de las paredes. Tengo miedo a los mosquitos, a las moscas. Las moscas me dan miedo y asco. Los gusanos me dan miedo. Me aterra pensar que puedo desmayarme en la multitud. Me da miedo perder a la gente que quiero, me da miedo escribir. Temo por mis padres, mi hermana, mi sobrina y mi cuñado. Temo en realidad por toda la familia y amigos que intentan sobrevivir en el violento Guerrero. Me da miedo ser fea, gorda, chimuela. Me da miedo parecer tonta. Tengo miedo de embriagarme con extraños hasta el llanto y el vómito.

Tenía miedo de escribir sobre el miedo, pero aquí estoy. Valiente.

No es cierto. Tengo miedo de que me lean y me juzguen. Tengo miedo de ser mentirosa. Me asusta decir la verdad. Le tengo miedo a las novias despechadas, a los hombres violentos. Tengo miedo todo el tiempo, a los temblores (ya dije). Tengo miedo a la gripe, a la fiebre en Gonzalo. Tengo miedo las seis horas que Thiago pasa en la escuela y luego tengo miedo las cinco horas, que junto con su hermano, pasa bajo el cuidado de otras personas. Tengo miedo los lunes y los martes que salgo a las diez de la noche; entonces, tengo miedo por mí y por mis alumnos. Todos corremos para alcanzar transporte.

Tengo miedo de ser pobre, de morir, de enfermar. Tengo miedo todo el tiempo. Me aterra la gripe, me asustan los petardos. Me da miedo hablar, opinar, equivocarme. Soy miedo

[1] El ejercicio original dice: Escribe sobre tus dudas e inseguridades. Yo me detuve por semanas, porque creí haber leído que se trataba de escribir sobre los miedos. Al final, ¿qué es un ejercicio creativo, sino una semilla para ramificar ideas?

La pluma en vuelo

6. Escribir sobre tus canciones favoritas y las personas que te hacen recordar

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Me dicen música y soy silencio. Hubo canciones favoritas alguna vez, pero las deseché, soy silencio. La pregunta más extraña, más difícil para mí es aquella que interroga por la música. Yo soy silencio, repito, repito, repito y el eco se burla desde una esquina.

Lo callado es lo mío: el silencio. Vacío. Me voy de boca. De bruces contra el ruido, aunque armónico. Y sin embargo, suelo cantar.

Tren al sur

Un auto, dos amigas: Bere y Lili. Viajando por la ciudad más fea de la galaxia. La ciudad más cruda, la más triste. Y estar orgullosa de andar en la espesura del sur, de vivir en una aldea disfrazada de capital. Centro del mundo para respirar y saber que la alegría es un líquido dorado que pasa lento a través del silencio. Retrocedemos a los dolores, los días nublados: corazones enlazados. Siempre dedico una mirada al sur, sitio donde aprendí a ser feliz.

Pásame la botella

Pienso en Viri Pink, en Emanuele (Conchita Pérez) y mis días de fiesta en Cholula. Entonces el mundo se me hacía ancho. Entonces los volcanes reunían todo el valor de una veinteañera que quería comerse la vida de un bocado. Y pedía la botella para atesorar cada trago entre mis manos. Entonces la noche cabía perfecto en mi pecho y se hundía mucho entre el frío y la música de circo que anunciaba el gas. Ah y las campanas de San Roque, las campanas puntuales en las horas que debían ser dedicadas a un dios básico, elemental. Yo entonces necesitaba un dios cálido, y quizá, menos misericordioso que me mordiera las ganas de salir o que llena la botella que se acababa rapidísimo.

Un pie tras otro pie

Días de uniforme secundariano. Días de Matemáticas, Español, Civismo, Física, Taquimecanografía. Días caminando envuelta en el suéter porque tenía mucho miedo de los pechos que me iban creciendo y tenía miedo de la sangre entre mis piernas y tenía miedo de ser violada, golpeada, torturada y tenía miedo de mi adolescencia desde que vi Perfume de violetas. Viajaba mucho al mar, a la zona costera de mis ancestros. Entonces las palabras olas y estrellas eran sueño de espuma. Con todo el miedo canté y muy fuerte, “un pie tras otro pie/ sin correr paso a paso/ los poros de mi piel/ se despiertan despacio/ un pie tras otro pie/ temblando igual que tiembla un niño.”

Flor de Capomo

23 o 24 de octubre. Abuela cumplía años. Abuela bailaba con sus amigas, con sus nietas, con los maridos de sus hijas. Abuela brindaba y estaba alegre y su sonrisa era el mundo, sitio confortable. Abuela prefería la música en vivo. Abuela disfrutaba de las bandas de viento: los acordeones, las guitarras, la voz nada melodiosa de esos señores entrados en copas. Abuela pedía sus canciones, entre ellas la que decía: “linda vas creciendo como los capomos que se encuentran en la flor.” Yo descubrí la palabra capomo y la atesoré como si se tratara de oro: eso era. Abuela se fue y yo le canté bajito: “tú mi chiquitita, finge no mirarme, ponte muy contenta porque estoy aquí.”

Pequeño Vals Vienés

Thiago no se duerme. Thiago es un bebé de semanas y yo espero una respuesta. Es temprano, son días de verano todavía. Thiago despierta y no hay calma. Thiago escucha esta voz que es una canción que es un poema que es un vals que se muere en mis brazos. Thiago se duerme al fin en la voz de Silvia Pérez. Y andamos por la sala luminosa de nuestro primer hogar mientras la cola de un poema me deja triste, agotada y llorosa. Ya no hay marcha atrás. Los 29 años de mi vida se escapan. Thiago no tiene una canción de cuna. Thiago tiene un vals de cintura quebrada. Voy a bailar en Viena con mi hijo algún día, pero nunca como aquellas mañanas de madre primeriza en los días nuevos de un niño lleno de sombras y luz.

 

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La pluma en vuelo

5. Recuerda el reloj Casio digital que te regalaron por tu décimo cumpleaños

I

No tuve un reloj Casio. No tuve diez años. Tuve un reloj rojo a los dieciséis, en el fondo tenía el dibujo de Snoopy, lo pude comprar al ahorrar algo del dinero que me daban para comer en la prepa. Perdí el reloj en el trasporte, lo guardé en la bolsa lateral de mi mochila y adiós, nunca más reloj. Lo lamenté, me gustaba, era rojo, era bello. El color rojo me gusta. No tuve un reloj Casio. No tuve diez años. Tuve un reloj rojo de Snoopy y lo extravié. Tuve dieciséis años y tenía que viajar en combi a la escuela. Usaba mochilas pequeñas, con bolsas laterales. Alguien tomó mi reloj rojo y se lo llevó. No tengo reloj ahora. No tengo diez años. No tengo dieciséis años. No tengo un reloj Casio. Tengo un regalo. Nada que ver con manecillas.

II

Mi madre usa reloj desde hace mucho. Mi madre siempre pregunta ¿qué hora es?

Mi madre trabaja contando el tiempo. Para ella siempre es tarde y llegamos con retrasos. Mi madre es puntual. Asiste siempre al trabajo. Se levanta y pregunta la hora, ¿qué hora es? Mi madre nunca ha perdido un vuelo, nunca un viaje en autobús. Mi madre es puntual, usa un reloj. Mi madre sabe tomar el pulso, mi madre mide el pulso de sus pacientes. Mi madre llega a tiempo siempre, ese es su trabajo. Vive para asistir.

 

III

Diego, yo quiero un reloj negro con número arábigos grandes. Quiero un reloj porque me hago grande y todo es pequeño, casi no se dejan ver los números. Mi reloj, Diego, no funciona. He visto al relojero, el relojero ha visto mi reloj: le cambia la pila, le cambia los pernos. Manecillas, volumen, tiempo. Cuenta las gotas, Diego. Mi reloj negro de números grandes no me dice si la hora se detiene como yo en el descanso. Estoy viajando a las trece horas. Soy puntual. Tengo un reloj.

 

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4. Pensar sobre las cosas de las que te arrepientes y escribir sobre ellas

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Anoche viajé. En la carretera pensé lo que escribiría: algo sobre a mi abuela muerta, algo sobre Álvaro, muerto también. Podría decir que debí visitarlos más, hablar más con ellos, abrazarlos, pero no es así. Les di mi amor, mi respeto, mi tiempo y fui con ellos la más simple.

Me arrepiento de haberle dado amor a quién no lo quería. No. Miento. Siempre me siento triunfal cuando pienso que me salvé de la vida violenta al lado de quien me sentía inferior.

Me arrepiento de ser tímida, callada e inocente. No debí quedarme en silencio cuando un profesor rechazó ser lector de mi tesis y además me dijo que me iba a destruir por ser tan mala redactando ideas.

Me arrepiento de no haber abrazado a Lucy antes de que la llevaran presa. Me arrepiento de no abrazar lo suficiente a cada una de mis amigas.

Me arrepiento de no usar zapatos altos, porque siempre me angustió ser alta y verme ridícula con tacones.

Alguna vez fui vegetariana y luego la cultura carnívora venció mis convicciones. Quisiera volver a ello, sin parecer snob.

Me arrepiento de haber quemado la colección de cartas que me habían mandado novios, pretendientes, admiradores, amigos y chavos coquetos. Era bueno para mi ego leerlas de vez en cuando.

Me cuesta mucho trabajo pensar en esto. Ahora que la juventud me está besando los párpados mientras se despide, pienso que la vida que tengo es buena y estoy haciendo una gran mueca, porque a pesar de ser tan pero tan quejosa, debo decir: la vida ha sido justa. No he tenido más ni menos. Todo lo que me ha pasado ha sido bello: los dolores, las tristezas, las noches de fiesta, la gente que llegó a mi vida, la que permanece, la que se va. No puedo arrepentirme de nada puesto que todo ha sido de provecho para mí.

Ahora cerraré esto porque no quiero escribir un texto optimista hoy. Hace mucho frío, todavía es enero. Enero es el mes más difícil de mi vida, no puedo traicionarme escribiendo un texto optimista. No. No. No. Quizá podría arrepentirme de escribir algo así.

La pluma en vuelo

3. Escribir sobre la chica de la que te sentiste enamorado(a) por primera vez

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Sería fácil escribir sobre el primer chico, o quizá no, porque yo como Szymborska: “Que me disculpe mi viejo amor por considerar al nuevo el primero.” No así con las chavas, recuerdo con deleite a cada una de ellas. A mí siempre me ha llamado la atención la belleza de las mujeres, prefiero mirarlas a ellas que a los hombres. Al principio pensé que se trataba de comparaciones: ya saben, ver si eran más bonitas, más altas, más bajas, mejor peinadas o vestidas. Nada de eso, se trata de puro gozo. Los mejores tacos visuales de mi vida han sido con ellas.

 

Me enamoré cierto día de una mujer, de dos, a decir verdad, quizá de tres. Esta historia casi se mezcla en algo brumoso que suelo llamar olvido, sueño, locura. Exagero un poco. Ya juzgarán.

 

La licenciatura nunca me tuvo conforme así que pedí un intercambio a la universidad que, según mis maestras, era la mejor en Lingüística. Llegué a Puebla una bella mañana de agosto. Como recibimiento a los estudiantes que habían elegido la BUAP para intercambio nos invitaron un desayudo y bueno, ahí conocí a un montón de gente interesada en hacer turismo académico. Se organizó el primer viaje: Zacatlán de las manzanas. En la expedición la mayoría éramos mujeres, acompañadas de un chico suizo y otro francés. Todas se volcaron hacia los rubios extranjeros, pero a mí eso me aburría bastante. Yo pasé el fin de semana al lado de una chica de Morelia que estudiaba filosofía. La filosofía ha sido implacable con mi corazón.

 

Ahí nos veían, comiendo manzanas por los jardines centrales de Zacatlán hablando de María Zambrano, de Heidegger, de Sartre, de Nietzsche. Yo la verdad no entendía nada, pero cada vez que ella hablaba del dasein, der ser ahí, de la voluntad de poder y terminajos por el estilo, yo quería como que besarla, pero no lo hice.

Visitamos el museo del reloj y no habría sido mejor que con ella disertando, poetizando la experiencia del tiempo a través de las manecillas de tantos relojes. El recorrido, medio obligado en ese pueblo, habría sido simple, vacío como la nada si ella no me hubiera hecho detenerme para contemplar el instante, luego diseccionarlo para observarlo con detenimiento. El tic, tac fue el pulso del universo tratando de entender que yo era un ser para la muerte y luego nada, una escena pulverizada por el depredador: tiempo nada más.

No nos tomamos la mano, ni alguna foto. No intercambiamos números, ni correo. Su nombre me lo quedo y lo guardo porque a veces pienso que el silencio es lo único que me pertenece.

Que me perdonen las manzanas que me comí, por recordar de ese viaje sólo un instante.

Durante el intercambio vinieron otros viajes, otros grupos de estudiantes con ganas de gastarse la beca en todo menos en estudiar y así pasaron cinco meses. Yo regresé a Chilpancingo, terminé la licenciatura y seguí perdiendo el tiempo con chicos que no eran tan socráticos al pasear.

Algunas veces he soñado con esta chava de Morelia, en mis sueños sí la beso. Alguna vez soñé que paseábamos en bicicleta por una ciudad de estilo colonial y ahora me daba cátedra de arquitectura. Nunca volví a saber nada de ella. Es posible que todo haya sido un sueño, que su voz sobresaliendo entre la neblina del bosque de piedras, o entre la cascada que nos llevaron a conocer cerca del pueblo de las manzanas nunca haya sucedido. Pero lo dudo, desde que estuve en Zacatlán he procurado tener textos filosóficos cerca.

Yo siempre me enamoro de lo que no entiendo, de lo que siembra dudas bien profundas en mí y no lo resuelvo.

 

La pluma en vuelo

2. Escribir sobre el primer beso

26198320_1574789125937274_5143823580959729352_oTrece años, uniforme de secundaria. Raúl, mejor conocido como el gabacho. Presumía de haber nacido en Estados Unidos. Vivía cerca de la casa de mi abuela. Me mandó decir que si quería ser su novia y pues sí quería. Todos los días me pedía un peso prestado a la hora del receso y no siempre se lo presté, pero se me insinuaba y jugaba con los fonemas “beso”/”peso”.

Era guapo, medio llenito, pelo lacio, ojotes y pestañotas. Era chambelán de muchas quinceañeras y ya que estábamos de novios me invitó a las fiestas muchas veces, pero no me dejaban salir y esa no era mi preocupación, sino que no tenía qué ponerme. Lo nuestro duró dos semanas, quizá menos. Creo que me mandó decir que ya no quería seguir y así fue. Luego anduvo con Tania o una chava con nombre parecido a ese.

Ya que no éramos novios apareció en una pared un corazón que enmarcaba nuestros nombres, cada vez que lo veía de camino a la escuela, me ponía nerviosa, contenta, triunfal. Ah sí, el beso. Y me habían dado consejos para besar, una amiga hasta me dijo que practicara con mi muñeca en la regadera y la verdad no lo hice, me pareció medio patético.

Besar a este chavo gabacho no fue en una escena de ensueño, creo que la educación conservadora me hizo daño porque casi todas las amigas decían que una, como mujer, no debía hacer nada, sólo dejarse llevar, y pues me dejé llevar hasta que sus manos fueron bajando por mi espalda. Estábamos en la calle, como a las dos de la tarde bajo el rayo de sol y, sobre todo, cerca de donde trabajaba mi mamá: me incomodé mucho. Me quedó la sensación de no conocer mi cuerpo, me dio curiosidad que fueran otras manos las que husmearan en mí. Tal vez debí practicar en la regadera. Lo cierto es que estuve enamorada muchos años del tal gabacho. Quién sabe qué habrá pasado con él.

Me detengo un poco… creo que esa escena no fue la de mi primer beso. Recuerdo que tuve un novio antes. Pero fue el noviazgo más tierno y ridículo del que tenga memoria. Y lo peor, no recuerdo si nos besamos, si fue así, seguro que el beso se quedó muy plano, porque no dejó huella.

La pluma en vuelo

A partir de un ejercicio propuesto por Javier Molinero

1: Elige una película y escribe sobre ella y sobre la primera vez que la viste.

 

Sexo, pudor y lágrimas (1999)

Es posible que esto sea una trampa, no para hacer caer a alguien, es que acabo de volver a ver esta película hace un par de días. Estoy mirando una telenovela con mi esposo y él tuvo que salir por un par de horas. Para distraerme en su ausencia busqué algo en Blim, una plataforma en la que hay mucho cine mexicano, y encontré Sexo, pudor y lágrimas.

No sé hace cuánto tiempo la vi por primera vez. Estoy segura de que fue en casa de mis padres, de noche, sola. Solía hacer eso, ver películas cuando todos dormían, por el horario podrán conjeturar la clasificación. Así nació mi amor por el cine. De ésta en especial recuerdo el personaje de Cecilia Suárez: Andrea. Era triste, me pareció tan trágica cuando habla de su vagina estrecha y del dolor, que adopté esa personalidad y muchas veces actué como ella ante algunos hombres. Recuerdo y casi puedo verme diciendo que nunca he disfrutado del sexo, porque me duele demasiado debido a que soy estrecha y vuelvo a ver sus rostros llenos de compasión o decididos a ayudarme con el asunto.

También recordaba la escena de un armario lleno de muñecas, guardaba ese momento como algo mucho más emotivo, tal vez porque cuando la vi por primera vez la muñecas aún representaban algo entrañable, ahora que regresé a esta cinta, esa escena es algo plana.

Volví a ver la película entonces, pero ahora la noto saturada de clichés. Supongo que en el fondo y sin que yo fuera consciente me ayudó a configurar algunas ideas sobre de fidelidad, el amor, el sexo y el pudor. Siempre que pienso en esta palabra (pudor) pienso en una película cachonda. La palabra cachonda no me gusta. Ahora me quedo pensando en la insatisfacción eterna, tema del que habla Carlitos, el tímido escritor. Lamento la muerte de Tomás, tan rubio, tan Bichir.

Lo curioso es que volví a ver esta película a solas, de noche. Luego investigué en qué calles se grabó, puesto que ahora vivo en la misma ciudad, pero en el extremo opuesto. Mi marido regresó de su partido y volvimos a la novela. Con él nunca jugué a la mujer de vagina estrecha y tampoco le platiqué qué hice en su ausencia.

Reseñas

Un poema de Inger Christensen, otra chica danesa.

la vida, el aire que respiramos existe

una levedad en todo, una semejanza en todo,

una ecuación, una declaración abierta y móvil

en todo, y mientras árbol tras árbol estallan en espuma

en este verano temprano, una pasión, pasión

en todo, como si hubiese para el juego del aire

con el maná que cae un sencillo boceto,

sencillo como cuando la felicidad tiene montones de comida

y la desgracia nada, sencillo como cuando la nostalgia

tiene un montón de caminos y el sufrimiento ninguno,

sencillo como el sagrado loto es sencillo

porque es comestible, un dibujo tan sencillo

como cuando la risa dibuja tu rostro en el aire

 

Inger Chistensen, Alfabeto (Traducción de Francisco J. Uriz), Sexto piso, 2014.

 

Lo mío

Antilección de cocina

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Comer a solas debe ser una de las escenas más tristes. Yo tuve la fortuna de crecer en una familia grande. Será por eso que la comida siempre representó una fiesta. Una celebración diaria. Ayudar a limpiar la mesa, compartir los quehaceres, incluso los regaños de la madre era algo que desde siempre me ha mantenido unida a mis hermanos. Mientras preparábamos el momento, los ingredientes, los cubiertos, hablábamos de mil cosas, de mil temas. Todos tenían una opinión. Nuestras comidas, almuerzos y meriendas nunca eran silenciosas. Todavía, muchos años después, abunda el ruido y crece a medida que la familia aumenta.

Una vez estuve de visita en la casa de una amiga que se fue a vivir sola a otra ciudad. Llegué agotada y me quedé dormida, cuando desperté la mesa estaba puesta. Recuerdo que entonces la critiqué por estar sola y respetar los tiempos, los ingredientes, incluso por esperar a que despertara. Ahora envío un agradecimiento y una disculpa por lo terca y tonta que fui al criticarla. Siempre que alguien cocina expresamente para mí me hace sentir que estoy en el mundo correcto. Lo he dicho muchas veces: cocinar para otros es el acto de amor más puro. Sé que la comida de aquella visita llenó de alegría el solitario departamento de mi amiga; charlamos y comimos muy a gusto después de un cansado viaje, después de meses sin estar de frente.

Yo aprendí a cocinar desde pequeña, a los doce años quizá. Soy la hija mayor así tenía que ayudar a mi madre en casi todo. Lo curioso es que nunca recibí lecciones. Todo lo aprendí a base de práctica y error y mi padre fue mi conejillo de indias porque tuvo que ser el catador de mis malos resultados. Lo insólito es que nunca desaprobó lo que cociné. A pesar del mal sabor, de lo crudo de la carne, de lo amargo, de lo quemado, de lo dulce, de todos los errores que una principiante no logra evadir. Nunca hizo una mueca de disgusto. Debió estar hambriento pienso a veces, pero no. Quizá sabía que yo estaba empezando y confiaba en que mejoraría. Así fue,  con el tiempo me fui haciendo buena. Recibí reconocimiento de mis hermanos, de mi madre, de amigos, de novios, de amigos de mis hermanos. Pero mi éxito terminó hace poco.

Ahora como sola. No cocino para nadie. No hablo mientras cocino, ni mientras como, ni después. Nadie me da las gracias. Hay alguien que una vez cocinó para mí, quizá no agradecí lo suficiente, quizá el secreto es no cocinar para uno mismo. Cuando alguien se enfrenta a la cocina sólo por alimentarse, sin pensar en las personas que probaran el resultado algo sale mal. Yo ya no siento el efecto del amor. Perdí mi don para la cocina. Aquí  no se habla mientras se come, ni mientras se cocina. Muchas veces, incontables veces, he notado, cuando intento buscar algo de qué hablar o de encontrarme natural en los otros ojos de la mesa, que esos ojos prefieren detenerse en la pantalla. Así se hace el silencio. Pero sé que hubo días en los que la comida inflamaba mi estómago y el gusto por compartirla inflamó mi corazón. Nada es más triste que comer a solas. Lo creo firmemente.